Cultura ciclista

La Bicicleta de Hoznayo: del ciclismo a los fogones con una Estrella Michelín

Escalar un puerto puede ser tan exigente como satisfacer el paladar de un cliente caprichoso. Conquistar una gran vuelta no debe ser tan distinto a recibir una estrella Michelin. Del asfalto a los fogones. De ciclista a cocinero. Hablamos con el excorredor Eduardo Quintana, quien tras despuntar en el ciclismo de joven pasó a ser cofundador y chef de La Bicicleta de Hoznayo, un revolucionario restaurante cántabro que reinventa a diario conceptos como autenticidad, sabor, sostenibilidad y la más alta cocina.

"El sufrimiento de ser ciclista y chef es el mismo. Se basa en el día a día, en el no parar de hacer, en aguantar la presión mental. En la bici, como en la cocina, se agota antes la mente que el cuerpo. Si ella no puede, tú tampoco. Y también, en ambos mundos, no estás solo. Eres lo que te deja ser tu equipo. Hay un orden, hay quien empuja llegando por detrás y quién recoge el relevo. Tú tiras hasta donde llegas, y otros tiran de ti para delante".

El Ciclista

Bajo los arces y hayas rojas que rodean al precioso caserío que acoge el negocio, esperamos a Eduardo Quintana (Anero, 1982). Es el principio del verano y La Bicicleta de Hoznayo, uno de los restaurantes más prestigiosos de España, respira ese aire apacible y optimista que solo puede encontrarse en esta época. Unos pocos y afortunados clientes recorren el delicado jardín mientras se relamen incluso antes de la experiencia culinaria de la que pronto podrán presumir. Los trabajadores, unos confeccionando obras de arte en la cocina abierta, otros acicalando la sala, esperan inquietos otra jornada de mucho trabajo, sabedores de la exigencia que implica que gente de muy distintas partes del mundo venga a comprobar si, de verdad, este proyecto merece tanta fama internacional.

Y de pronto, como una especie de torbellino, moreno y con los antebrazos llenos de tatuajes, aparece Eduardo Quintana. Y en ese primer momento uno no piensa en la lejanía que quizá cabría esperar de un chef merecedor de una estrella Michelin, ni en la seriedad inherente a dirigir un restaurante de lujo. Ahí, recién llegado de la granja, de alimentar a los animales o de a saber qué tipo de tarea campestre de las que él mismo se ocupa, Quintana parece más un inagotable y nervioso ciclista. El mismo que tanto prometía de joven en las subidas y bajadas a La Braguía, El Chivo o cualquiera de los picos cántabros en los que, hace ya más de dos décadas, deslumbró. “Siempre tuve mucha energía, y desde los siete años me subía sin problema los puertos. A mi padre le encantaba el ciclismo y en la tele siempre estaban puestas las vueltas, y mi hermano y yo heredamos esa pasión. El garaje de casa estaba también dedicado a la bici: las personalizábamos, les cambiábamos las ruedas y los piñones… Yo empecé a competir a los trece años, y no se me daba nada mal”.

En efecto, Quintana participó en innumerables carreras en Cantabria o el País Vasco, por toda España y en Francia. De la mano de Enrique Aja dio el salto al Saunier Duval de Joxean Fernández “Matxin”, pero no pudo ser. “Cada vez hacían falta más ayudas económicas y patrocinadores para soportar el gasto”, explica, “pero el dinero no llegó. Para ser profesional era necesario algo más, y no lo tuvimos”.

El Chef

Pero mientras Eduardo competía, su hermano estudiaba nutrición, y ambos trasladaron su pasión por el ciclismo a la cocina. El tema gustaba en la familia: sus abuelos habían tenido una tienda de alimentación en el pueblo, y durante los inviernos él exhibía su talento ayudando a su madre, haciendo magdalenas y tortillas o inventando con su hermano recetas vegetarianas. Hasta que se les encendió la luz: con el progreso, con la autopista que llegó conectando al pueblo con el resto del mundo, también empezaron a llegar los repartos a domicilio, la comida congelada, los platos ya preparados y, en definitiva, eso que llaman globalización. El Eduardo que colgada ya la bicicleta había empezado a estudiar cocina se dio cuenta de que la salud quizá estaba en el entorno. Que el futuro estaba próximo. Que somos lo que comemos, y que era más lógico alimentarse de fresas, coliflores, cerdos o el pescado que abundaba a su alrededor que traer cosas extrañas de a saber qué lugar del planeta.

“Esa militancia, ese esfuerzo, nos obsesiona desde entonces, y casi todo lo que cocinamos en La Bicicleta se hace en casa. Lo vimos con los franceses, belgas o gente de toda España que venía a comer aquí: pedían productos locales. Yo había trabajado en varios restaurantes y vi que esa filosofía consumista, ese poco interés por la proximidad y la sostenibilidad que mostraban muchos de ellos, no era lo que yo quería. Así que cuando mi suegro nos ofreció quedarnos el viejo caserón familiar y poner en marcha un proyecto, nos pusimos manos a la obra”.

Nunca mejor dicho: durante los dos años que pudo conseguir de paro, él, su mujer Cristina y su suegro, dueño de una empresa de piscinas, reformaron con sus propias manos lo que ahora es un espléndido restaurante. Algunos en el pueblo decían que a dónde iban. Que eso no iba a funcionar nunca. Que, en el fondo, lo que querían era no dar un palo al agua. Pero abrieron, trabajaron y crecieron. Eduardo consiguiendo el producto y transformándolo en muchas cosas después. Cristina atendiendo infinitos frentes. Acompañados por una chica con el pelo de colores en la barra, un camarero lleno de piercings y tatuajes en sala y un ayudante de cocina amigo, vegetariano y abstemio.

“Creo que al principio la gente venía, sobre todo, para ver a qué nos dedicábamos ahí dentro, pero cocinábamos bien. Yo no tengo estudios empresariales ni nada parecido, pero era rápido para inventar y preparar un plato según me ponían los ingredientes delante. Y así llevamos trece años. Pinchando muchas veces, caminando más de una noche los quince kilómetros de vuelta a casa reflexionando sobre qué hago y a dónde me dirijo. En la cocina se mueve dinero, pero se sufre. Tienes y das muchas alegrías, pero también discusiones y mal rollo. ¿Y ahora? He reculado un poco. Busco más una forma de vida que un negocio. Es como en la bicicleta: si tienes que coger aire, afloja un poco en la cuesta y deja que te adelanten. Ya les recuperarás. Si solo me importase el dinero no estaría aquí: quiero otros resultados, la satisfacción interna”.

La Estrella

Fue en noviembre de 2017 cuando, sin aviso, La Bicicleta recibió esa Estrella Michelin que aún luce. Muchos consideran que se queda corta y que, desde luego, ejerce como imán para foodies. Un año y medio antes, en marzo de 2016, se habían reinventado y reformado por completo el espacio, la filosofía y el menú. Un horrible año de transición, donde la innovación e imaginación de Eduardo se topó con mucha gente protestando por no poder comer “lo de antes” y volcando su indignación en redes sociales. Un año de agachar la cabeza, rozar la ruina e incluso barruntar con el cierre. Pero con la Estrella llegó el cambio. De ser “un carero sibarita que se había vuelto loco” a convertirse en alguien respetado, admirado y buscado.

“Ahora vienen, comen y preguntan por mí porque me quieren conocer. Yo no lo buscaba, pero eso me permite hablar con gente muy interesante y conocer vidas fascinantes. También, claro, siento orgullo por mi familia, amigos e hijos, pero espero que dentro de unos pocos años haya cimentado todo y pueda estar más tranquilo. La gastronomía vive un momento similar al del ciclismo: se ha llenado de asesores, managers y agencias que quieren venderte. No importa lo que hagas por la comida, la sociedad o la gente, si no atiendes el negocio, si no se lo sabes vender al gran público, no vales. Con la bici pasa lo mismo: está claro que Peter Sagan es muy bueno, pero su boom llegó por el espectáculo y sus locuras, y con Cancellara pasaba un poco igual. En cambio, tipos sobrios y humildes como Óscar Freire no han alcanzado una atención mediática parecida”.

La vida

“Del restaurante me gusta todo, y eso es bueno y malo. Puedo comprar 200 patos para cocinar y, cuando los he metido en el coche, veo que no tengo sitio ni para llevarlos. Me despejo dando una vuelta en bici con mis hijos o en la huerta con la azada, pero cuando desconecto cuatro días del teléfono me doy cuenta de que se puede vivir de otro modo. Es un momento de cierta confusión: hemos comprado una cabaña, pero no sabemos si usarla para olvidarnos del mundo o hacer unos apartamentos y sacarles dinero. Me gustaría que mis hijos (tiene dos, y otro en camino) no estén todo el día pendientes de una pantalla, pero siento que para prosperar necesitan la tecnología. Vienen al huerto, enredan y me encanta que lo hagan, pero cuando pasa un avión también quiero que miren al cielo y sepan cómo funciona.”

*El menú

“Aunque ofrecemos dos opciones determinadas, cada mañana llego a las nueve y media y veo con el equipo qué tenemos. Cambiamos algún plato dependiendo de qué ingredientes nos entran, nos adaptamos a la temporada y disfrutamos especialmente en otoño, porque es cuando hay productos de todos los colores y sabores y hacemos, por ejemplo, un menú totalmente vegano alucinante. ¿En el futuro? Me gustaría inventar un menú cada día. Lo que surgiese. Pero tenemos reservas con tres meses de antelación y la gente quiere el menú ya establecido.”

La comida de Edu

“En casa cocino siempre: con mi familia, con los amigos, cuando nos vamos de viaje. Si hay parrillada preparo panes, hamburguesas de pescado y salsas. Es lo que toca, y me encanta. ¿Mis platos favoritos? Recuerdo los macarrones gratinados de mi abuela, con una deliciosa mezcla de queso, tomate y huevo cocido. Y de mi madre, el lomo adobado relleno de pimientos rebozados y patatas. Yo quería ser vegetariano pero… ¡eso estaba tremendo!”