“Se regala Ford Fiesta a bloguero influyente. A cambio, tiene que estar seis meses escribiendo sobre su experiencia con el coche”. Este podría ser el resumen de la campaña publicitaria Fiesta Movement, que Ford lanzó en 2009. Su objetivo era evidente: la generación Y. Porque, últimamente, los coches no son modernos. Ya no molan. Los menores de 35 años en Estados Unidos y en Europa no se sienten tan fascinados por las cuatro ruedas como sus padres. La crisis, que dificulta la compra y el mantenimiento del vehículo; el precio del petróleo y de la gasolina y la saturación de las ciudades son algunas de las razones de este declive. Pero no es la primera vez que ocurre: la cultura centroeuropea del pedal arrancó en los setenta gracias a la pérdida del sex-appeal de los automóviles.
El referente
“Esto no es Holanda”, comentan algunos biciescépticos cuando se habla de movilidad, porque mencionar al país europeo implica pensar en bicicleta. Los carriles-bici y las calles holandesas son un referente global. Pero el éxito de las dos ruedas allí no responde a la casualidad, la conciencia ambiental o a la educación, sino a una decisión política y social tomada en tiempos de crisis. Tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial, Europa comenzó a crecer. La paz, la reconstrucción y la vuelta de las inversiones provocaron que los habitantes del Viejo Continente aumentaran sus ingresos. En Holanda, entre 1948 y 1970, el PIB se multiplicó por 200. Como a finales de los noventa en España, la riqueza personal creció notablemente, lo que se tradujo en un boom de consumo.
Los fabricantes de vehículos, apoyados en el éxito en EE UU del Volkswagen Escarabajo, se apropiaron de valores como la autonomía o la libertad para vender coches. Hasta entonces los holandeses, como la mayoría de europeos, se movían en bicicleta o tranvías y realizaban una media diaria de 3,9 kilómetros. A partir de 1957, condujeron. Como las calles no fueron diseñadas para los coches, tuvieron que ser adaptadas: se abrieron rutas para las cuatro ruedas a costa del espacio del resto de usuarios. A mediados de los setenta los ciudadanos de Amsterdam recorrían 23 kilómetros al día en su vida cotidiana. Casi todos en coche.
“Debemos ser menos dependientes de fuentes de energía que no controlamos”
Al aumentar el uso de los automóviles, lo hicieron los problemas asociados a ellos. Los accidentes fueron el estandarte de esa preocupación. Los menores de edad resultaron ser uno de los colectivos más afectados, sobre todo en las urbes. Surgieron protestas sociales que reclamaban mayor seguridad para los hijos de Holanda. Actualmente, aunque la seguridad ha mejorado de manera notable, el uso intensivo del automóvil genera problemas que molestan a bastantes personas: atascos, estrés o polución. La contaminación del aire provoca 400.000 muertes prematuras al año en la Unión Europea, 20.000 de ellas en España, según la Organización Mundial de la Salud.
En medio de la controversia social holandesa, estalló la primera crisis del petróleo. En 1973, la Organización de Productores de Petróleo, más Egipto, Siria y Túnez, iniciaron un boicot a Occidente en respuesta a su apoyo a Israel en la Guerra de Yom Kipur. La escalada de precios de la gasolina provocó una reflexión política: “Debemos ser menos dependientes de fuentes de energía que no controlamos”. Aprovechando la presión social por los accidentes y la necesidad estructural de una mayor independencia energética, los políticos se alejaron del cochecentrismo que había imperado. Entre las medidas de promoción de la bicicleta como un elemento que mejoraba la calidad de vida, La Haya financió, en 1975, los primeros carriles bici segregados. Tilburg hizo algo parecido. Los trayectos diarios en bicicleta en estas ciudades escaló hasta el 60 y el 75%, respectivamente.
Nuevos (¿y buenos?) tiempos
El interés de Ford por captar a un público más joven no era una simple ampliación de mercado; evidenciaba la preocupación de las empresas de automóviles por perder a una generación entera. La reacción holandesa de los setenta se vivió de manera semejante en otros países. “En Dinamarca, la bicicleta es estructural. No importa que gobierne la izquierda o la derecha; siempre será tenida en cuenta”, cuenta Frits Bredal, embajador de la bicicleta del país nórdico. Los daneses recorren una media anual de 965 kilómetros en bicicleta, muy por encima de los 193 que pedalean de media los europeos. España está al nivel de Reino Unido: 76 kilómetros anuales. Aunque la revolución modal centroeuropea se produjo hace cuarenta años, su máxima expresión se vive hoy en día: en las calles de Amsterdam o Copenhague dominan los pedales y su ejemplo ha influenciado a gran parte del continente. De ahí el interés del sector automovilístico: las condiciones socioeconómicas actuales -el estallido de la burbuja inmobiliaria, los precios de la gasolina, la subida del transporte público, la creciente y diversa presión social o, simplemente, la moda- guardan ciertas analogías con las que crearon la cultura de la bici europea.
La economía cotidiana y el precio de los billetes del underground londinense son parte de la pasión bicicletera en la ciudad del Támesis. La defensa política de los pedales que realiza el actual presidente Boris Johnson, otra. “Llego de mejor humor a la oficina, más fresca y ahorro cerca de 100 libras al mes”, resume Jo Geenen, representante de prensa de Visit London, la oficina de promoción de la capital. Ha habido un cambio de percepción y de valoración de las bicicletas basado, sobre todo, en la eficiencia y el ahorro. El desencadenante, como hace cuatro décadas: una crisis económica, la presión social y el apoyo político. Esos tres factores fueron la base de la cultura bicicletera de Europa.** Ahora, España tiene una buena oportunidad para crear la suya propia y Ford y sus homólogas, una razón para preocuparse.