No, la boda del 26 de junio de 1895 en Sceaux, a las afueras de París, no fue nada corriente. No lo eran los novios, Marie y Pierre, dos reputados científicos que compartían un laboratorio en la Escuela Superior de Física y Química, y tampoco lo era el evento en sí, que no contenía ningún elemento religioso, donde no hubo intercambio de anillos y en el que, para colmo, la novia lucía un simple vestido azul y una camisa de rayas en lugar de un despampanante traje. “Sólo tengo el vestido que uso a diario”, le dijo Marie a la madre de su cuñado, Kazimier Dluski, antes de la ceremonia, “así que si quieres regalarme uno que sea, por favor, práctico y oscuro, para usarlo después en el laboratorio”.
Sin rumbo
El evento se celebró en una sala municipal y la discreta fiesta en el pequeño jardín de los padres del novio, con apenas unos cuantos invitados. A petición de la pareja, que no quería derroches a su alrededor, casi todos los regalos fueron dinero. Y precisamente, con el que les había enviado un primo, compraron el día anterior dos máquinas baratas, divertidas y muy prácticas: dos bonitas bicicletas.
El ciclismo estaba de moda y, además de su pasión por la ciencia, ambos compartían el placer de pedalear. “Desde Sceaux”, cuenta Janice Borzendowski en su libro Marie Curie: Madre de la Física Moderna, “los dos amantes de la naturaleza comenzaron su ruta ciclista por el norte de Francia. Recorrían las carreteras sin rumbo, parando donde la belleza del paisaje o el cansancio les llevaba. Comían pan, queso y fruta y, al caer la noche, descansaban en las posadas que encontraban en el camino. No llevaban guías, sólo una brújula, y sus pocas pertenencias iban en unas mochilas de cuero”.
Así, orgullosos, posaron en una foto junto a sus bicicletas. Aunque están como casi siempre serios y concentrados, es una de las pocas imágenes de la pareja fuera de la lóbrega oscuridad y el esfuerzo del laboratorio. La imagen, de recién casados, es el inicio de un maravilloso viaje de bodas en el que, según narra Barbara Goldsmith en Marie Curie, genio obsesivo, recorrieron la costa de Bretaña y las montañas de Auvergne. “En octubre volvieron a París”, dice Goldsmith. “Para entonces ya no eran dos, sino uno. Estaban profundamente enamorados”.
Ese fue su primer gran viaje ciclista, pero no el último. Su propia hija Eve, en la biografía de su madre, Madame Curie, explica cómo “en 1900 recorrieron en bicicleta las costas del canal de la Mancha y en 1901 fueron a Pouldu. Más tarde, en 1902, fueron a Arromanches, y en 1903 a Treport y Saint-Trojean”. Aunque trabajaban hasta la extenuación, en sus días de asueto la pareja no era muy amiga de la vida contemplativa. “Sus vacaciones no implicaban descanso”, añade su hija en el libro, “sino moverse en bicicleta de un lado para otro”.
Embarazo y parto
Ajenos al lujo y amigos de los sacrificios solían recorrer la ciudad, también, pedaleando. La bicicleta estuvo presente en otros momentos importantes de su vida: Marie Sklodowska Curie, biografía publicada por Ediciones Rueda, detalla cómo en agosto de 1897, tras unas semanas separados por la enfermedad de la madre de él, por fin se reunieron en Port-Blanc. “Ella estaba embarazada de ocho meses”, cuenta el libro, “pero no se iban a permitir el lujo de quedarse apaciblemente tranquilos el uno junto al otro: una nueva y larga excursión en bicicleta adelantó al 12 de septiembre el nacimiento de la criatura”, dice refiriéndose a Irene, la primera hija del matrimonio.
En 1903 fueron galardonados con el Premio Nobel de Física, convirtiéndose Marie en la primera mujer honrada con el premio. Tres años después, en 1906, Pierre murió al ser atropellado por un carro de caballos. Aunque hundida, Marie no bajó los brazos: siguió trabajando de manera obsesiva, ganó otro Nobel (esta vez de Química) en 1911 y protagonizó un descomunal escándalo al desvelarse que, tras la muerte de su marido, había tenido un romance con un hombre casado, el físico Paul Langevin.
Pero Marie Curie (nacida en Varsovia, Polonia, en 1867) tampoco se rindió. Trabajó, se enfrentó a la hipocresía de la época y combatió las terribles enfermedades que sus investigaciones con materiales radiactivos le provocaron. Y, por supuesto, siguió amando la bicicleta, pasión que trasladó a sus hijas Irene y Eve. “En una época en la que las normas de la clase alta y media hacían hincapié en que las mujeres eran el sexo débil”, cuenta Barbara Goldsmith, “Marie creó sus propias reglas. En todas las épocas del año se preocupaba de que sus hijas hicieran ejercicio a diario, montaran en bicicleta y recibieran clases de natación”.