"El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos". Dicha por Ingrid Bergman a un circunspecto Humphrey Bogart, la cita pertenece a Casablanca, legendaria película de Michael Curtiz estrenada en 1942. Apenas un año después, y mientras efectivamente el mundo se derrumbaba en la II Guerra Mundial, Fernand Léger empezaba a pintar bicicletas.
Nacido en 1881 en Argentan, Francia, en aquel 1943 Léger ya había visto derrumbarse el mundo otras veces. Su padre murió cuando él tenía menos de dos años, y pese a su interés por el arte tuvo que estudiar arquitectura por imposición familiar. Fue después, al trasladarse a Versalles para hacer el servicio militar, cuando pudo dar rienda suelta a su vocación: influenciados por el impresionismo, pero con toques sombríos, sus primeros cuadros ya sugieren un talento descomunal. Pero será la influencia de Cézanne y sus escarceos con el cubismo los que le llevarán a un lenguaje propio, con el que pretende explicar el mundo superponiendo volúmenes, acumulando figuras geométricas y mezclando lo poético y lo matemático.
En la batalla
Más que suficiente como para destacar, aunque todo se verá truncado cuando, con 33 años, es reclutado para participar en la I Guerra Mundial. Dos años después, en 1916, Léger interviene como camillero en la batalla de Verdún, una de las más largas y cruentas del conflicto y en la que mueren aproximadamente 700.000 soldados. Los colores han dado paso al gris de la guerra, pero también a una creciente fascinación por los objetos desnudos, los metales y las máquinas.
Evacuado en 1917 tras ser víctima de un ataque químico, Léger retoma su carrera en Francia bajo el influjo del modernismo. A principios de la siguiente década explorará también el desnudo femenino, más desde lo plástico y mecánico que desde lo erótico, y entre lo abstracto y lo surrealista rendirá homenaje a los nuevos tiempos. En la década de los treinta prosigue su constante búsqueda: homenajea al mundo del circo, se detiene en la naturaleza, compite con Pablo Picasso con obras como Tres músicos y, de nuevo, vida y arte se ven otra vez sacudidas por la Segunda Guerra Mundial, la ocupación nazi y el exilio a Nueva York.
Es ahí donde, probablemente espantado por el dolor y la destrucción vividos, Léger contempla la realidad con algo más de distancia. Su país de acogida, Estados Unidos, le genera una reacción doble: por un lado le fascinan la arquitectura y majestuosidad de sus ciudades y la alegre despreocupación de sus habitantes. Por el otro, le sorprende el mal gusto imperante. "El mal gusto es una característica de este país", asegura. "El mal gusto y los colores chillones dan aquí prueba de su poder. Las chicas en pantalones cortos, vestidas como acróbatas de circo… Si yo no hubiera visto aquí más que chicas vestidas con gusto no hubiese pintado nunca mi serie de los Ciclistas".
Tiempos ciclistas
Es, en efecto, en 1944 cuando Léger se lanza a pintar ciclistas. Completa ese año Cuatro ciclistas y Bellas ciclistas, dos lienzos con mucho en común en los que cuatro musculosas mujeres posan abrazadas a sus blancas monturas, mientras el azul, el rojo, el verde y el amarillo lo cubren casi todo. Durante un lustro, hasta 1949, el artista se entrega a esos personajes ciclistas, que protagonizarán inconfundibles lienzos como La bella Julie (una joven deportista sujeta una flor con la mano derecha mientras, con el brazo izquierdo, sostiene en posición vertical su bicicleta), Bonito equipo (aquí los protagonistas son cuatro muchachos, uno de los cuales presenta un aspecto más deportivo y los otros tres, simplemente, parecen disfrutar de la vida) o Dos Ciclistas.
Pero es probable que las dos obras más celebres de la serie sean Placeres: homenaje a Louis David (cuadro que abre este artículo) y Placeres sobre fondo rojo. Ambas son muy parecidas: dos hombres trajeados con colores brillantes (uno de ellos con un niño, o una niña, colgados del cuello) se presentan con la mirada perdida, mientras dos curvilíneas mujeres de larga melena negra se exhiben en actitud relajada. La de la izquierda está recostada entre dos bicicletas; la otra permanece de pie, montada en una imponente bici, en cuya parte trasera se sienta un niño con apariencia de acróbata.
Colores básicos pero contundentes, culto al ejercicio físico, contrastes en la vestimenta y una vibrante mezcla de alegría y relajación. "Para mí", aseguraba Léger, "la figura y el cuerpo humanos no tienen más importancia que una bicicleta. Son objetos validos desde un punto de vista plástico, y que puedo disponer como más me apetece".