Annie Londonderry es un símbolo de la emancipación femenina. Una joven que apostó contra su época y ganó. Su hazaña es la síntesis de dos fenómenos sociales del s.XIX muy actuales: el auge de la bicicleta como medio de transporte y el empoderamiento de la mujer.
Annie y su hazaña cayeron en el olvido, pero ahora su figura ha sido rehabilitada. Su tataranieto, Peter Zheutlin, es el autor de Around The World On Two Wheels, una biografía que sirvió de base para un documental. “Annie sigue siendo un enigma para mí”, reconoce Zheutlin, “puedo comprender sus motivos, pero no tengo el conocimiento profundo de por qué realmente lo hizo”. Zheutlin investigó su figura en archivos incompletos y viejos periódicos de la época. “Lo intenté, pero no pude encontrar un diario o cartas suyas”, lamenta en Ciclosfera.
Barreras y estigmas
Retrocedamos a 1890. Los clubes ciclistas eran reductos para el esparcimiento masculino, lugares donde alardear de récords y maravillarse de las últimas mejoras técnicas. Resultaba impensable que una mujer pudiera -¡quisiera!- entrar en estos círculos. La mujer era débil. La mujer era torpe. La mujer llevaba vestidos pesados que impedían dar pedales. Mejor: según decían los médicos, hacerlo sobre un sillín mancillaba su feminidad. “Las mujeres que osaban montar en bici estaban estigmatizadas”, explica Zheutlin, “todo eran barreras”.
Todo cambió el día que una joven inmigrante judía de 23 años anunció, frente al Capitolio de Massachusetts y una audiencia de 500 personas (entre ellas su marido y sus tres hijos, amigos, mujeres sufragistas y curiosos), su intención de dar la vuelta al mundo en dos ruedas. “Quiero demostrar que puedo hacer todo lo que me proponga”, dijo, y poco después pedaleaba rumbo a Nueva York para enlazar por barco con Europa. Vestía una falda larga que escondía un revólver con culata de nácar, su bicicleta pesaba más de 20 kilos y nadie apostaba un dólar por ella.
Annie pronto cambió su incómoda vestimenta por unos ‘impúdicos’ pololos, y su tosca y pesada bici por una flamante, ligera y ‘masculina’ Sterling. Nada sentó bien: para algunos era una “depravada”; para otros, menos moralistas, una tarada. Pero además de valiente era una visionaria: había convertido su bici y su cuerpo en un anuncio. Fue la primera mujer esponsorizada de la historia: no sólo machacaba las costumbres, sino que lo hacía ganando dinero. Impensable.
París, Marsella, Egipto, Jerusalén, Yemen, India… El viaje de Annie Londonderry (su apellido era otro; Londonderry era la marca de bebidas que le patrocinaba) está plagado de anécdotas, falsas la mayoría. Las malas lenguas dicen que viajó más con la bici que sobre ella, y así lo reconoce su bisnieto. Lo que parece seguro es que no tuvo un romance con un japonés ni pasó por una prisión en China ni mató un tigre en India. La prensa de entonces, que cubrió su hazaña con una mezcla de sorpresa y exotismo, tenía que vender. Y, ya se sabe, la imaginación de los periodistas…
Por fin, al volver a Boston, Annie se embolsó los 5.000 dólares de la apuesta, cerró muchas bocas, abrió muchas otras y al poco tiempo se mudó con su familia a Nueva York. Allí trabajó en un periódico y dejó una frase histórica: “Soy periodista y una mujer nueva”. Annie Londonderry pedaleó entre dos mundos en favor de la igualdad, y de ahí no se bajó. “La gran feminista de su tiempo, Susan B. Anthony”, recuerda Zheutlin, “ya dijo que la bicicleta había hecho más por la liberación de la mujer que cualquier otra cosa en el mundo”. El movimiento sufragista le debe mucho a Annie; el movimiento ciclista, también.