Libertad, autonomía, aventura. Pero, también, nostalgia, emoción y niñez. Todo eso representan a día de hoy los protagonistas de Los Goonies, un clásico indiscutible del cine de los ochenta que, no hace mucho, vivió un intenso revival internacional gracias a un homenaje hecho serie y llamado Stranger Things. Porque es indiscutible que buena parte del enorme éxito de Netflix, creación de los hermanos Matt y Ross Duffer, estaba relacionado de forma íntima con la nostalgia, un sentimiento presente a lo largo de toda nuestra vida pero exacerbado con la llegada de canas, arrugas y otros regalos cortesía del pasar de los años.
Porque sí, aunque también supo pescar a millones de adeptos en caladeros más juveniles, gran parte del público que entró en éxtasis con Stranger Things había visto, hace mucho, mucho tiempo, las películas de Steven Spielberg, Wes Craven, John Carpenter, Rob Reiner o George Lucas. También había jugado a los primeros ordenadores y videoconsolas domésticas y leído, claro, los libros de Stephen King, savia de una época plagada de sueños, proyecciones y fantasías. Fantasías que, sin duda, experimentadas o imaginadas en equipo son aún más poderosas.
Una cruzada ciclista
El equipo de Los Goonies era intrépido, adorable y, como todo buen equipo que se precie, tenía una misión: encontrar el tesoro repleto de oro y diamantes que dejó escondido un pirata maldito conocido como Willy el Tuerto. Ni siquiera un cazador avezado como Chester Copperpot (nombre que inspiró, en otro ejemplo de cómo la cultura popular suele abrevar en la nostalgia, el título de uno de los discos de La Oreja de Van Gogh, El viaje de Copperpot) pudo localizarlo, pero el objetivo era urgente: los primeros villanos de esta trepidante historia eran un par de personajes sin escrúpulos empeñados en embargar la vivienda familiar de uno de los protagonistas. ¿La única forma de detenerlos? Conseguir el dinero necesario para mantener esa casa, una especie de sede oficial del grupo, y así poder salvar un verano que finalmente sería inolvidable.
'E.T. El Extraterrestre', 'Los Goonies', 'Cuenta conmigo'... En los años ochenta, las mejores aventuras de pedaleaban
La cruzada mágica de los chicos empezaba y terminaba… en bicicleta. Un medio de transporte, un accesorio vital, el descomunal símbolo y nexo común de buena parte de las mejores peripecias infantiles del cine de los ochenta. Pensemos en Cuenta conmigo, E.T. El Extraterrestre, Los Bicivoladores o la aterradora It. Antes de que, en los años noventa, los coches llenaran los aparcamientos de los institutos de Scream o Sé lo que hicisteis el último verano, las mejores aventuras se pedaleaban. Y el inicio de viajes tan apasionantes y peligrosos como el de Los Goonies se inmortalizaban en planos tan bellos como la magnífica toma aérea (en una época en la que nadie había escuchado hablar de los drones) que contagia la adrenalina de los aventureros recorriendo, a toda velocidad, el frondoso bosque que desemboca en Cannon Beach, la playa de Oregon elegida por Richard Donner como destino principal de ese escuadrón infantil. Un póquer de simpáticos muchachos al que también pertenecían un infiltrado adolescente, encarnado por un rozagante Josh Brolin, y dos chicas, la romántica Kerri Green y la empoderada Martha Plimpton.
Dicho queda: el gran secreto de Los Goonies, su poción mágica, era el poder de la nostalgia. Y bien que lo sabían la “unidad de adultos” que concibió su odisea: Steven Spielberg (productor de la cinta), el citado Richard Donner (director y autor, también, de bombazos como La profecía, la primera entrega de Superman o la posterior saga Arma letal), el guionista Chris Columbus (escritor también de Gremlins y director, después, de Solo en casa, Señora Doubtfire o las tres primeras películas de Harry Potter) y Kathleen Kennedy (productora-estrella mano derecha habitual de Spielberg y hoy jerarca de Lucasfilm Disney). Gente, es fácil deducirlo viendo su filmografía, muy apegada al rescate de la inocencia y la rendición incondicional a esa etapa de la vida que deja marcas indelebles.
De paseo con los Goonies
Es extraño, por todo eso, que no haya (hasta el momento) secuelas, reboots, spin offs ni precuelas de la película. Y lo es pensando, en primer lugar, que la cinta fue un gran éxito en su momento, con más de 120 millones de dólares recaudados en todo el mundo (no logró, sin embargo, ser número 1 en EE UU, donde el imbatible rey de la cartelera ese junio de 1985 era Sylvester Stallone y su ultranacionalista y violento Rambo). Pero, también, extraña todavía más teniendo en cuenta que su potente mitología sigue viva, como muestran iniciativas como la de un tal Youngbuck, creador y responsable de un exitoso foro en Internet llamado BMX Museum en el que, entre otras cosas, se dedicaba a la titánica tarea de conseguir los accesorios necesarios para reconstruir las cuatro bicicletas de los Goonies, empezando por la fabulosa Western Flyer Invader Mag de Mikey (Sean Astin, el cerebro del grupo). O la de Dave, un viajero irlandés que recorrió todas las localizaciones de la película y las compartió, presentadas como atracciones turísticas, en la web The Whole World Is A Playground, un site imprescindible para fanáticos de la película repleto de fotos y textos sobre Cannon Beach, el Museo de Cine de Oregon (ubicado sobre los cimientos de una antigua cárcel de la ciudad de Astoria), algunas de las casas de la zona usadas en el rodaje o el impresionante Ecola State Park, el parque en el noroeste de EE UU (a unos 130 kilómetros de Portland) donde también se rodaron escenas de la recordada Point Break (filmada en 1991 por Kathryn Bigelow, y estrenada como Le llaman Bodhi en España) o Crepúsculo (2008, Catherine Hardwicke). Ejercicios teñidos, en suma, de melancolía, y motivados por ese deseo tan común de emprender un viaje pedaleando a la infancia, la única patria en la que vivimos todos.