El Tao que se puede nombrar no es el Tao: mi primera bicicleta fue una bicicleta usada. No sé exactamente cuándo, pero en algún momento de los setenta le empiezo a decir a mis padres que quiero una bicicleta. Vivo en un barrio y tengo varios amigos de diferentes clases sociales, pero los que más abundan son los de clase media, media-baja, gente popular y de trabajo que vive en hoteles. De un hotel sale Alejandro González, un amigo que se hace conocido en el barrio porque se agarra a piñas con todos los de otros barrios y casi siempre gana él. Rápidamente, por la fuerza, lidera nuestra barra, pero va a ser un liderazgo breve, porque está centrado en la fuerza y el coraje, y a nosotros después nos van a gustar las ideas, la poesía y la música.
"Hacemos mapas y ponemos nombres a los nuevos lugares. La bicicleta es una revolución en nuestra sensibilidad"
Alejandro vive con su padre en un hotel que tiene la forma de los antiguos conventillos. Su entrada está sobre la avenida Boedo, a la vuelta de mi casa. Él vive en una pieza con su padre, que es un laburante y que suele andar en verano con camisetas musculosas. El padre y él se parecen físicamente, en el andar, la cara, pero Alejandro es más moreno. La madre murió o los abandonó, nunca quedó claro en la leyenda de Alejandro.
Y Alejandro anda por todos lados, en el barrio, con una libertad escandalosa. Monta, como un cowboy de chocolatín Jack, una bicicleta Aurorita verde. Con ella sale de los límites del barrio, se aleja hacia la periferia y nos trae noticias del mundo desconocido. Un día el padre de Alejandro hace cuentas y le dan mal. Una desgracia hacer las cuentas y que te den mal. Decide venderle la bicicleta al hijo. Es como una película del neorrealismo italiano invertida: en vez de robarle una bicicleta al hijo para hacerlo feliz, se la tiene que vender para poder mantenerse. Alejandro nos avisa que su Aurorita está en venta. Una tarde salimos con mi mamá –ella se pone su tapado azul- y damos vuelta a la avenida para ir a la casa de Alejandro. El hotel, cuando entramos, tiene un olor particular. Creo que es el sincretismo de los múltiples olores que salen de las piezas, algunas con las puertas abiertas, vemos gente –a medida que subimos las escaleras- charlando, cocinando, escuchando música, algunos a medio vestir, en ojotas. Hace frío pero el padre de Alejandro está en musculosa y nos hace pasar. Alejandro está a su lado. Es la primera vez que veo al gladiador dócil, de bajo perfil. Nos ofrece mate. Mi mamá se sienta en una silla desvencijada y habla con el padre. Alejandro y yo miramos y nos miramos. Va a haber una transacción. La primera que vea en mi vida y una que va a iniciar la saga de transacciones infinitas hasta la muerte que es vivir en sociedad. Esta vez yo recibo, mi madre hace la transacción, en el futuro yo voy a transar.
Alejandro está de pie y yo tengo su bicicleta ahora. No parece estar triste. O no lo demuestra. Ya me había enseñado a andar en su bicicleta, ahora voy a andar en mi bicicleta. Al principio doy miles de vueltas a la manzana de mi casa. Me siento bien encima de mi bicicleta. De a poco la voy haciendo mía, mi bicicleta y yo nos convertimos en un ser, devenimos ambos –objeto mecánico y sujeto de carne- en un nuevo estadío, somos una diferencia que se potencia en la pasión de andar. Aprendo a manejar sin manos y con otros amigos que tienen bicicletas salimos de los límites del barrio y recorremos lugares en los que nunca estuvimos. Recuerdo unas vías del tren que quedan sobre el Sur. Una plaza pequeña en medio de avenidas que surcan un barrio industrial. Hacemos mapas y ponemos nombres a los nuevos lugares. La bicicleta es una revolución en nuestra sensibilidad. Nos volvemos nómadas por primera vez. Alejandro, que es más grande que nosotros –unos dos años-, empieza a trabajar en el mercado del barrio. Anda a pie. Su bicicleta, su infancia perduran en mí todavía por unos años más.
En los noventa empiezo a escribir y leer poesía, camino la noche como un flaneur enloquecido y la única bicicleta que tengo es la que aparece en un poema de José Villa, un amigo poeta, que dice así: “Bicicleta... nublado desde las rendijas... / de la ventana.../ resplandecen colores notables, opacos / Posiblemente se aproxima la estación / capital: el verano / y la hierba haya empezado a balbucear / esa rima tonta: la canilla gotea / una gota de acuerdo a tu deseo y su/ intensidad... / No pasa nadie en la calle, debajo de / la ventana, pero dicen que oís, mustia / e indiferente, el parloteo de las / viejas (...) A todo esto el verano parece / que estallara con la prontitud / de las rosas de la enredadera, muy / pronto -también- todas ellas mustias / La bicicleta: "un reloj de mecanismos/ y engranajes oscuros, esparcidos / bajo un son de luz, un olor dulce / contra la mañana hecha de rocío..." Estuviste / a punto de escribir”.
Me gusta mucho este poema porque está dividido en dos, como la bicicleta en sus dos ruedas. En la primera rueda vemos a alguien que describe un estado pictórico del clima: “...nublado... desde las rendijas / de la ventana... / resplandecen colores notables, opacos...” Me gusta la puntuación del poema, los versos cortados en lugares inéditos que hacen que las palabras y las oraciones se vuelvan inestables, que se conviertan en conceptos que no se pueden tranquilizar. Un concepto que no se puede tranquilizar es más emancipador que un concepto conservador. Me gusta también que se apropie de frases de otros escritores, como cuando dice que llega la estación capital, el verano, que es una frase de un relato de Juan José Saer. Yo lo identifico porque leí a Saer, pero tal vez todo el poema sea un conjunto de citas que se van ensamblando en su andar como se ensamblan las piezas de una bicicleta. Citas que no conozco pero no por eso dejan de remitir a otros textos y así al infinito. Y en la segunda rueda del poema, la rueda que más se gasta porque es la que lleva el peso del cuerpo del ciclista, aparece en todo su esplendor la descripción metafísica de una bicicleta: “Un reloj de mecanismos / y engranajes ocultos, esparcidos / bajo un son de luz / un olor dulce /-contra la mañana- hecha de rocío...”.
"A fines de los noventa vuelvo a tener una bicicleta. Es negra, playera, contrapedal"
A fines de los noventa vuelvo a tener una bicicleta. Es negra, playera, contrapedal. La compro en Mar del Plata, en la costa, porque estoy trabajando, cubriendo el verano para un diario. Esta bicicleta muestra una fortaleza inusitada. Recorro la costa sin parar, los barrios suburbanos y los bosques de Mar del Plata. Cuando regreso a Buenos Aires la traigo en una combi en la que vuelvo con varios periodistas más. Estoy viviendo solo en un departamento chiquito y a la bicicleta la ato con una cadena a uno de los fierros de la escalera que está al lado del ascensor. Con ella recorro, los fines de semana, los parques, buscando libros viejos. Pasa el tiempo, me mudo, vivo en una casa inmensa, me compro un auto con un premio que recibo por un poema, la bicicleta va a parar a un gancho en el garage donde estaciono mi auto. Tengo una hija, tengo un hijo. Le regalo la bicicleta a mi hermano Juan. Él la usa hasta el día de hoy. Está impecable. A veces la veo cuando mi hermano va a visitar a mi padre y la trae. La toco. La miro.
Muere mi padre. Viene la pandemia. Me mudo. Paso días caminando solo por una plaza repleta de hojas secas en otoño. Viene el segundo año de la peste, podemos salir de la trinchera de a poco. No tuve fiebre nunca. Mi amigo el Chango me regala una bicicleta roja, ensamblada, playera, contrapedal. No paro de usarla, de nuevo recupero la alegría de andar en bicicleta. Me enamoro de una chica. Vive lejos, en una casa alejada. La voy a ver en mi bicicleta roja. Uso la bicicleta roja siempre que puedo. Si hay angustia al despertar, salgo a andar sin rumbo, para que la acción trabaje drenando el vacío que nos invade. Estamos en 2022.