La vida de Stanko Abadzic es como una novela de Zweig o Marai, como un agitado paseo por la reciente historia de Europa. Nacido en 1952 en Vukovar, Croacia, en su 15º cumpleaños tuvo su primera cámara, un modelo ruso comprado por su padre, y supo a qué se dedicaría el resto de su vida. Visitó exposiciones, leyó libros, vio películas y empezó a trabajar como reportero gráfico en Vjesnik, uno de los periódicos más importantes de su país.
Así transcurrió su existencia hasta que, poco antes de cumplir 40 años, explotó la Guerra de los Bálcanes. “Huí con mi familia a Alemania pensando que las cosas mejorarían”, cuenta Abadzic, “pero fue una época muy dura. No teníamos nada, trabajé de camarero y, sobre todo, la Policía nos puso las cosas muy difíciles. Estaba aturdido, muy preocupado y presionado, y no sentía ese lugar como mío. Así, es imposible trabajar como fotógrafo”.
Los besos
Las cosas cambiaron cuando Abadzic y los suyos emigraron a Praga, la capital de la República Checa, en verano de 1995. “Impartía clases de alemán y, en un examen, miré por la ventana y vi a un par de estudiantes besándose. Hacía calor, el sol lo pintaba todo de verde… Ese momento cambió mi vida. Sentí que allí podía volver a hacer buenas fotos y retomar mi profesión. Así que fui a hablar con el director de la escuela y le dije que, aunque me gustaba mucho, tenía que irme y volver a ser fotógrafo”.
Precisamente ahora se publica* Selection,* un impresionante libro que reúne 130 de las miles de fotografías que Abadzic tomó desde ese día soleado en Praga hasta hoy. Imágenes, siempre, en blanco y negro (“es mi forma de comunicarme, lo que le da dramatismo a mis fotos. El color es como un maquillaje que convierte la realidad en algo kitsch”) que recorren ciudades como París, Estambul, Budapest, Praga o Zagreb, donde vive desde 2002. “La casa de mi familia en Vukovar fue destruida. He perdido muchas cosas a lo largo de mi vida, pero ahora que vivo en un piso nuevo sé que lo único valioso que tengo soy yo. Tú eres tu única riqueza: tú mismo, lo que hay en tu interior, no que no puede quitarte nadie”.
Sin límites
Pero si hablamos con Abadzic es, por supuesto, por la habitual presencia de bicicletas en su obra, por las negras e imponentes máquinas que, en un fuerte contraste, relucen como équidos metálicos bajo el despiadado sol. “Son un símbolo de movimiento, un símbolo de libertad. En la Yugoslavia de los años 50 no teníamos coches, y la bici era la mejor forma de moverte. Tener una era un privilegio. Mi padre nunca nos dejaba la suya porque temía que nos la robaran, así que cuando tuve mi primera máquina, que heredé de él cuando yo tenía diez años, sentí que me transformaba en otra persona. En alguien más adulto, más independiente, sin límites”.
“Busco lo que nadie mira, lo que desaparecerá.”
Desde entonces, Abadzic no ha parado de pedalear. “La bici es perfecta para mi trabajo: te puedes meter por las calles más estrechas, por donde no caben los coches y no pasa nadie. En cada lugar intento encontrar mi propia ciudad, huir del turismo y los tópicos… ¡La torre Eiffel no necesita que le hagan más fotos! Yo busco lo que nadie mira, lo que desaparecerá. La globalización unifica las ciudades, las hace todas iguales. Por eso amo lugares como Estambul donde, a veces, todavía puedes sentirte como si no hubieran pasado 200 años. Me gusta retratar la batalla entre lo nuevo y lo viejo, a la gente de la calle, el contacto humano… Nos cuentan lo contrario, pero la tecnología no nos ha permitido comunicarnos mejor. Tiene ventajas, por supuesto, pero nos aleja de la realidad humana, de las emociones profundas. Nos invita a comunicarnos con frases cortas, con mensajes de texto e imágenes artificiales”.
Para hablar y emocionar están sus fotos, que Abadzic define como artísticas. “Cuando ves los grandes medios de comunicación o te enteras de quién gana el World Prize Photo”, explica, “siempre encuentras catástrofes. Irak, Siria, Afganistán… Lugares distintos, pero parecidas tragedias y fotos iguales. Es por la presión de los medios masivos, por su afán por mostrar siempre catástrofes y lo peor de cada lugar. Yo decidí tomar otro camino y, a través de mi trabajo, celebrar la belleza. A veces soy criticado, pero no me importa porque sólo pretendo ser consecuente con mi propia vida”.
*Este artículo forma parte de la edición impresa de Ciclosfera #21. Puedes leerlo completo en este enlace. O si te has perdido alguno de los números anteriores, encuéntralos todos aquí. *