A favor
Sólo la ignorancia o el dogmatismo pueden enfrentarnos a la bicicleta eléctrica. Son silenciosas y limpias, no colapsan las ciudades y son tan divertidas y alegres como una bici corriente. No, no son motos, porque no funcionan solas: necesitan nuestro esfuerzo y pedaleo. Sobre todo, democratizan lo que tanto amamos, el ciclismo: personas con lesiones físicas, desacostumbradas al ejercicio, de avanzada edad*,* habitantes de lugares llenos de cuestas o, sencillamente, gente que no quiere llegar a su destino fatigada y empapada en sudor puede moverse en bici gracias a ellas. No hay discusión: más bicis, mejores ciudades, y también si son eléctricas.
En contra
Si el barón Karl Drais, supuesto inventor del velocípedo, levantara la cabeza, quedaría maravillado: la tecnología ha añadido a su artefacto un motor para usarlo sin apenas esfuerzo. ¡Prodigioso! Pero no vivimos a principios del s. XIX: nuestras atestadas y contaminadas ciudades necesitan con urgencia máquinas como la que inventó el barón, 100% autopropulsadas y sostenibles. Bicicletas, al fin y al cabo. Si al problema medioambiental que supone deshacerse de las contaminantes baterías le sumamos carecer de la esencia misma que define a una bici, moverse con el esfuerzo de tus propias piernas, sólo hay una conclusión: las llamarán bicicletas, pero nunca lo serán.