Era verano de 1940. En una imagen tan inquietante como, ahora, inimaginable, un sonriente Adolf Hitler paseaba por los Campos Elíseos enseñoreándose de su última conquista, París. Cinco años después, en 1945, la Guerra ha terminado, pero Francia aún intenta despertar de la pesadilla. Queda un país (el futuro) por reconstruir, millones de vidas truncadas y la esperanza de poder volver a reír.
Sí, Francia (y, en general, el mundo), necesitan carcajearse otra vez, y a esa nueva batalla acuden cómicos como Jacques Tati. Nacido en 1907, deportista frustrado, a sus casi 40 años Tati se ha curtido como humorista en espectáculos de music hall, pequeños papeles en películas semiolvidadas y, por fin, un proyecto ilusionante: la coescritura en 1943 de L’ecole de facteurs (La escuela de carteros), un cortometraje que finalmente logra rodar en 1946.
En buena compañía
En L’ecole de facteurs, Tati (y su coguionista, Henri Marquet) nos llevan a la Francia profunda para narrar la historia de un entusiasta y atolondrado cartero: François. La bicicleta ya ha sido empleada por famosos comediantes como Buster Keaton y Charles Chaplin, pero es Tati quien la convierte, definitivamente, en protagonista. Aparatosa y rebelde a veces, veloz y práctica casi siempre, esa bicicleta será la perfecta compañera de baile del pequeño cartero ciclista.
El alma de L’ecole de facteurs sedujo tanto a Tati que sobre ella construyó, en 1947, su primer largo como director: Día de fiesta, ahora considerada de forma unánime una de las grandes comedias de la historia del cine. El punto de partida es el mismo, el pequeño pueblo de Sant Severe Sur Indre, que aquí celebra un ajetreado e ilusionante día de fiesta. Todo el mundo bebe, baila y coquetea, salvo el cartero local, François, que a lomos de su bicicleta va sin parar de un lado a otro obsesionado con entregar a tiempo sus cartas.
François es alto y resuelto, pero también disparatado y caótico. Su bicicleta no tiene timbre, sino un cencerro. Es tan despistado que hasta las cabras se comen sus telegramas. Pero lucha, lucha sin cesar. Por cumplir con su tarea mientras todos celebran un día de fiesta. Por ser más rápido y eficiente que los carteros americanos. Porque la gente siga escribiéndose, comunicándose, disfrutando de esa vida recién pintada y llena de vestidos de colores. Él, y su bicicleta, son pájaros, imprevisibles y alegres insectos alados.
Las hadas
Adorada por el público entonces, pero ignorada por la crítica, la leyenda de Día de fiesta se acrecentó con el paso del tiempo. Tati la estrenó en blanco y negro, pero durante décadas se especuló con que había sido rodada también en color, con una segunda cámara, lo que la transformaría en la primera película francesa en dicho formato. Y era cierto: muchos años después, en 1987 (cinco años después de morir, casi arruinado, Tati), su hija Sophie halló en el sótano familiar una caja rescatada de la basura donde descansaban unos cuantos rollos de película en color que, en su momento, habían sido imposibles de revelar.
Las hadas empezaron a trabajar, el mundo se paró (al menos un par de segundos) y Día de fiesta se vio de nuevo en los cines, y la gente volvió a hablar de ella. Por supuesto, ahora y siempre, ahí estaba de nuevo François, sufriendo y gozando sobre su inseparable máquina alada, mientras todos alrededor reíamos y éramos de nuevo felices con él.