Unos calcetines, una camisa de repuesto, un impermeable, un saco de dormir y un revólver. Fue todo el equipaje que llevó consigo el joven Thomas Stevens (1854-1935) cuando, el 22 de abril de 1884, emprendió uno de los viajes más apasionantes de la historia: el que le llevaría a convertirse en la primera persona en dar la vuelta al mundo a pedales.
Stevens, cuya familia había emigrado a EEUU desde su Berkhamsted natal, en el Reino Unido, siendo él un niño, había entrado en contacto con aquel vehículo prodigioso en San Francisco. El mismo año de su partida compró un biciclo de la marca Columbia Standard de 50 pulgadas, esmaltado en color negro y con ruedas niqueladas. Y con ella partió, desde Sacramento, rumbo al este del país.
La travesía no fue en absoluto sencilla. Más de un tercio del recorrido tuvo que hacerlo a pie, a causa de la ausencia de caminos y carreteras. Tras 6.000 kilómetros en los que quedó prendado de su propio país (que desconocía casi por completo) y de sus habitantes como los indios nativos americanos, llegó a Boston el 4 de agosto. En total, cuatro meses de largo viaje.
Europa en el horizonte
Pero la aventura no había hecho más que comenzar. Tras pasar el invierno en Nueva York y embarcar con destino Liverpool, en la primavera de 1885 inició su periplo euroasiático. El 4 de mayo, centenares de personas lo despidieron en la iglesia de Edge Hill. Cruzó el Canal de la Mancha en barco para después pedalear por Francia, Austria, Hungría, los Balcanes y Turquia. Tras parar para descansar en Constantinopla, actual Estambul, pedaleó a través de Anatolia, Armenia, Kurdistán, Irak e Irán.
Por aquel entonces, la aventura de Stevens ya era noticia en los periódicos de medio mundo. Pero aquello no impidió que llegaran los problemas: se le denegó el permiso para viajar a Siberia. Fue expulsado de Afganistán, lo que le obligó a dar un gigantesco rodeo para cruzar el Mar Rojo, cuyo amable clima le conquistó. Tuvo enormes problemas para hacerse entender en la gigantesca China, donde estuvo a punto de ser linchado por una turba enfurecida a causa de la guerra franco-china. Finalmente cruzó el Mar del Japón para llegar al país del sol naciente, un lugar que le maravilló por la quietud de sus gentes y la belleza de sus paisajes, y completó el viaje en un último navío que le llevó, de nuevo, a California, donde fue recibido como un héroe.
El viaje de Thomas Stevens no fue más que otro episodio en una vida trepidante. Formó parte de la búsqueda en la inexpugnable África oriental del explorador Henry Morton Stanley. Investigó en profundidad las experiencias supuestamente milagrosas de los ascetas indios. E incluso terminó siendo el gerente del Teatro Garrick de Londres. Una vida intensa como pocas vivida a golpe de pedal.