En el coqueto apartamento de Cecile Ravaux, cerca de la catedral parisina de Notre Dame, es frecuente que la anfitriona agasaje a sus invitados con una botella de champagne. Más allá de las risas y los brindis, es imposible no sorprenderse con los recipientes en los que la burbujeante bebida es servida: las copas son de barro y, si te fijas bien, no tardas en reconocer el tamaño y forma de unos senos femeninos. Son, más en concreto, los de la propia Cecile: las copas fueron esculpidas por un artista que las moldeó con sus pechos durante uno de sus improvisados paseos por Burning Man, el indescriptible evento que, antes del covid-19, se celebraba cada año entre agosto y septiembre en la efímera ciudad de Black Rock City, en el desierto de Nevada.
Viajemos lejos, muy lejos, hasta un enorme asentamiento inundado por el polvo y el sol. Quitémonos prejuicios y miedos y pongámonos el disfraz más fantástico que jamás hayamos llevado. Sorprendámonos con esculturas gigantes, degustemos deliciosos platos y bailemos frenéticamente bajo un cielo repleto de estrellas, sacudidos por las increíbles sesiones de música electrónica escupidas por los mejores disc jockeys del mundo. Prepárate para disfrutar de la experiencia, porque será irrepetible: todo lo que allí pase arderá, tarde o temprano, en una gigantesca hoguera.
La historia original
“Burning Man reunía a casi 80.000 personas”, explica Cecile, que tras asistir siete veces al evento se ocupaba hasta ahora de gestionar el viaje a los ‘burners’ franceses más inexpertos, “pero lo que más me gustaba es que cada una de ellas era protagonista de una historia original. Al llegar, la gente olvidaba su día a día y se liberaba, dejándose llevar por el ambiente único de ese momento y ese lugar. Cada año la organización proponía una temática, y tú elegías cómo formar parte: organizando un taller, asistiendo como espectador o, quizá, dejándote sepultar por completo en la arena, para aproximarte así a lo que sentirás al llegar tu muerte”.
Hasta 80.000 personas se reunían, de domingo a domingo, en Burning Man. El comercio está prohibido y funciona el intercambio.
Sonriente, generoso y con los brazos llenos de tatuajes, Curtis Simmons puede pasarse horas seguidas hablando de Burning Man. No en vano estuvo allí ocho veces consecutivas, desde 2012 a la, por ahora, última edición física de 2019. “Son siete días, de domingo a domingo”, cuenta desde su casa de Dallas, “en el desierto y viviendo en condiciones muy duras. Pero hay algo que me gusta: el polvo, el calor, las letrinas o el que no se puedan vender y comprar cosas (está prohibido el comercio y el dinero, excepto para productos como hielo o café) sitúa a todos los asistentes en un escalón similar”. Para Curtis, fotógrafo profesional y autor de las imágenes que acompañan este texto, “se respira una atmósfera de utopía. Da igual donde mires o donde estés, porque vas a disfrutar. La primera vez que llegas no sabes ni a dónde ir, pero la cosa siempre mejora a partir de entonces”.
Lo que empezó un solsticio de verano de 1986 con la quema, por parte de un grupo de amigos, de un muñeco de madera en la playa de Baker Beach, en San Francisco, se ha transformado en un gigantesco evento cuyo tamaño y aura no han parado de crecer. Larry Harvey, uno de sus creadores, escribió algo parecido a los ‘Diez Mandamientos’ de Burning Man: la inclusión radical (“cualquiera puede ser parte de esto”), los regalos (en vez de dinero en efectivo, los participantes entregan cosas sin esperar nada a cambio), la desmercantilización (un concepto cada vez más en desuso, sobre todo desde que se pudo ver por la zona a Elon Musk, Paris Hilton o Mark Zuckerberg), la independencia radical (la organización insta a los participantes “a descubrir, ejercitarse y confiar en sus propios recursos internos”), la autoexpresión radical (cada individuo tiene “un don” que entregar a los demás, siempre y cuando respete al destinatario), el esfuerzo común, la responsabilidad civil, el no dejar huella (cada amanecer, miríadas de asistentes recorren el lugar recogiendo desperdicios), la participación y la inmediatez. “He visto naves espaciales de madera más grandes que un museo, increíbles torsos gigantes abrazándose o palacios de ensueño”, recuerda Curtis, “pero todo terminaba ardiendo. Cuando ves esas esculturas te asombras, las miras boquiabierto un buen rato y, después, desaparecen: hay tantos fuegos que ni siquiera sabes a cuál mirar por la noche. Ver desaparecer esas obras de arte en la oscuridad te genera, por un lado, una enorme tristeza. Pero pasarte horas viendo una escultura arder en silencio, escuchando el crepitar de las llamas, también te llena de belleza: percibes que, a la postre, todo es y será pasajero”.
Sobre unicornios
Solo desde el aire pueden comprenderse las bestiales dimensiones de Black Rock City, una estructura con forma de ‘C’ con más de 20 kilómetros cuadrados de asentamientos y rodeada por una infinita explanada exterior de desierto llamada Deep Playa, donde todo el rato ocurren cosas. El uso de vehículos motorizados dentro del evento está prohibido (a menos que hayan sido transformados en esculturas rodantes dignas de considerarse ‘mutant vehicles’), y su velocidad está limitada a 5 millas (8 kilómetros) por hora. ¿Cómo moverse, entonces, por una superficie tan grande e intentar disfrutar al 100% del evento? Por supuesto… en bicicleta. Como medio de transporte oficioso, las bicis van de un lado a otro como bandadas de pájaros, muchas veces convertidas en unicornios, animales prehistóricos, peces mutantes o transbordadores espaciales que funcionan a pedales. Ellas protagonizan la marcha nudista World Naked Bikes. Ellas son usadas para construcciones imposibles o recicladas en apasionantes talleres. Ellas son, en resumen, la forma más práctica de cruzar en unos minutos Burning Man de punta a punta. “Para mí son imprescindibles”, asegura Cecile, “porque pedalear allí es, además de eficaz, mágico. El lugar es tan grande, son tantas las cosas que ofrece, que solo pedaleando puedes descubrir sus límites y secretos. Como aficionada a las bicis, además, es fascinante, porque te cruzas cada día con miles de obras de arte rodantes”.
"Claro que viví momentos maravillosos en bicicleta en Burning Man”, reconoce Curtis. “Recuerdo, por ejemplo, rodar al mediodía sin rumbo fijo y verme atrapado por una tormenta de arena. No sabía a dónde iba cuando, de pronto, me encontré con una chica llorando, perdida: se había también desorientado por completo y estaba desesperada. Pero entre los dos conseguimos volver, y desde entonces somos amigos”. Pero si algo emociona a Curtis es el recuerdo de pedalear cuando caía el sol: “Tuve momentos nocturnos maravillosos”, rememora emocionado, “cuando salíamos un grupo de amigos a rodar en plena oscuridad para explorar y descubrir qué pasaba por ahí. La emoción, la incertidumbre, las luces con las que habíamos cubierto nuestras bicicletas… Era como volver a ser un grupo de niños pequeños. Viajábamos llenos de expectativas, sobrecogidos, repletos de asombro y desconocimiento pero sin ningún miedo ni preocupación”.
Al llegar a Burning Man, donde apenas hay cobertura de teléfono móvil y uno debe olvidarse de la conectividad y lo digital, repasas el programa, eliges lo que más te atrae y te subes a tu bicicleta.
Así es: al llegar a Burning Man, donde apenas hay cobertura de teléfono móvil y uno debe olvidarse de la conectividad y lo digital, repasas el programa, eliges lo que más te atrae y te subes a tu bicicleta. Pero es casi seguro que, a los pocos cientos de metros, todo cambie y no hagas nada de lo que tenías previsto. Esa es la actitud: cruzarte con alguien irresistible, apuntarte a un plan que parece concebido desde siempre para ti o, simplemente, dejarte llevar por las irrefrenables ganas de pedalear hacia donde surge una música magnética. Y, como tú, decenas de miles de personas más: unas subidas sobre baratas bicicletas compradas en Walmart, otras a bordo de criaturas fantásticas. Engendros mecánicos únicos que, allí más que nunca, constituirán una inmejorable forma de aprender y descubrir. De seguir nuestro propio camino. Y de tener la certeza de que, en caso de querer regresar, siempre tendremos algo a lo que subirnos y empezar a pedalear.
Imágenes inmortales
Como es lógico en un lugar en el que se invita a la gente a liberarse y olvidar el mundo exterior, los fotógrafos profesionales no son bienvenidos en Burning Man. Sin embargo el autor de las fotos de este reportaje, Curtis Simmons, obtuvo permiso para moverse con su cámara profesional durante las ocho ediciones a las que ha asistido hasta ahora. “No llevaba nunca reloj o teléfono móvil”, explica, “pero sí mi cámara profesional, aunque siempre me dediqué a disfrutar e intentar no tomármelo como un trabajo. Por supuesto, era muy respetuoso: le pedía permiso a la gente a la que fotografiaba, conectaba con ellos, les preguntaba quiénes eran para saber más cosas sobre su vida. Algo que, creo, se refleja en las fotos: en ellas no se ven modelos sino seres humanos muy bellos, sobre todo porque están confiados, relajados, felices y no necesitaban posar”.
Las drogas
"Visto desde fuera", nos dice Strobelite (una amiga que prefiere ocultar su nombre), "Burning Man puede parecer una larga orgía llena de sexo y de drogas. Y efectivamente, si solo vas buscando eso, puede serlo. Pero la atmósfera que son capaces de crear las mentes artísticas que forman parte del evento va muchísimo más allá: Burning Man es una experiencia indescriptible y, como tal, es probable que no sea para todo el mundo. Y eso está bien, porque el hecho de poder contemplar desde un punto de vista objetivo hasta dónde llega la creatividad humana, el poder ver y conocer a personas realmente repletas de amor y generosidad, es fascinante”" Como Curtis Simmons añade, "claro que las drogas están presentes en Burning Man: puedes encontrarlas por todas partes. Pero ten cuidado: he visto casos de sobredosis y no son nada agradables, y también puedes tener también problemas muy serios con la policía. Pero, sobre todo, creo que en ese contexto la droga llega a ser irrelevante: es un objeto material más, otro bien de consumo, y no vas al desierto una semana para que toda tu experiencia gire en torno a algo que, por un poco de dinero, puedes comprar y tomar en cualquier otro lugar del mundo".
No te quemes: ocho reglas ciclistas para Burning Man
- No traigas tu mejor bicicleta: el polvo y el óxido del desierto no le sentarán nada bien.
- Decórala: si la imaginación y la creatividad son los bienes más preciados aquí… ¿Por qué no aplicarlos también a tu bici? Embellecerás Burning Man, la embellecerás a ella y, ya de paso, la transformarás en un objeto único que hará más fácil recuperarla si la pierdes o te la roban.
- Si quieres crear un espacio de talleres, instala en él un aparcamiento de bicis. Es fácil de hacer, atraerás más visitantes y, sobre todo, facilitarás que la gente entre y salga de tu instalación sin tener que sortear bicis tiradas por el suelo.
- Trae recambios: el hecho de que haya talleres de reciclaje no implica que vayan a arreglarte la bici. Si tienes herramientas y accesorios básicos, como cámaras de aire, podrás solucionar tus problemas.
- Lleva candado: pese al ambiente festivo y solidario en Burning Man hay robos y muchos “despistes”. Atar bien tu bici y, si es posible, usa un candado con un código sencillo, porque las llaves pueden perderse y las combinaciones complejas, en determinadas circunstancias… olvidarse.
- El consejo más importante… ¡Sé visible! ¿Cuántas más luces lleves y más brillantes sean, mejor! El polvo, la oscuridad o la confusión mental de otros ‘burners’ convierten en imprescindible que se te vea bien desde lejos.
- Nunca abandones tu bici al terminar Burning Man: en algunas ediciones se han llegado a contar hasta 8.000 bicis abandonadas, pese a que una de las máximas del evento es no dejar desperdicios. Por suerte, muchas han sido recuperadas, restauradas y entregadas para proyectos benéficos.
- En ese sentido, y con el ánimo de ser sostenibles, puede ser muy interesante alquilar una montura durante el evento. Organizaciones como Playa Bike Repair, Hammer and Cyclery o Burner Bikes LLC las tienen a muy buen precio, unos 50 euros toda la semana. O puedes intentar conseguir alguna de las mil bicis compartidas del llamado Yellow Bike Program (en realidad son verdes), modelos muy sencillos que usas y dejas para el siguiente usuario. Eso sí, no siempre están cerca cuando uno las necesita…