Unos 100.000 turismos, furgonetas y camiones fueron arrollados esa fatídica tarde. 1.500 millones de euros en pérdidas, que han forzado a la Generalitat de Valencia a crear y gestionar uno de los mayores paquetes de ayudas hasta la fecha.
Así ha de ser, pero también son cifras, hechos, que exigen una reflexión: el drama, las pérdidas, tienen mucho que ver con un plan que no funciona, un sistema de movilidad insostenible e infraestructuras y filosofías de un mundo que, cada vez más, ya no existe.
Un mundo que ni supo ni quiso enfrentarse a los cambios de un clima alterado de forma imprudente por el hombre. No aprendimos a movernos con eficiencia. No invertimos en ciudades bien conectadas para andar o recorrerlas en bici. Y ahora, en vez de un retorno verde de la inversión realizada, pagamos y pagaremos con mucho más dinero, recursos y vidas.
El barro y la superficie
Como una gigantesca metáfora, el barro nos devolvió a los principios. Dice el Génesis que Dios tomó un trozo de barro, le dio forma humana y, con su aliento, le insufló la vida. Cubiertos hasta las orejas, es ese mismo barro el que también sacó a relucir un yo humano, primigenio, que parecíamos haber olvidado en una época en la que, bajo el influjo de una polarización extrema, batallamos encarnizadamente con próximos y desconocidos.
En la era de la individualización, el azote bestial de un desastre natural pareció querer devolvernos el sentido de comunidad.
En la era de la individualización y la abducción de pantallas y cámaras, llegó el azote bestial de un desastre natural, de una tragedia, que también pareció querer devolvernos el sentido de comunidad. El apoyo colectivo. La solidaridad. Y lo hizo como para resaltar la importancia de unas redes de cuidados que no debieron desaparecer. En Valencia, pasamos de la noche a la mañana de ser una adormilada y volátil sociedad digital a tendernos la mano físicamente, ayudarnos de día y arroparnos de noche.
Entregamos nuestro cuerpo a intentar aliviar una tragedia tremenda intentando hacer el bien, sin mirar a quién y muchas veces hasta sin saber el porqué. Y lo hicimos, en gran parte, porque las bicis nos llevaron allí.
En la era de la globalización y de la tecnología, de la automatización y la inteligencia artificial, fueron un par de pedales, dos piernas y el corazón, lo que a muchos nos salvó. Frente la absurda y casi infinita magnitud de kilómetros devastados y el océano marrón de caos, solo podíamos alcanzar la Zona Cero a paso lento. Andar y cargar como mulas llevaba horas y un cansancio indescriptible, pero pedalear costaba algo menos. El barro hizo de las suyas siniestrando coches. Pero también extrajo del Genesis a las bicis, sacándolas a la superficie.
El Cielo Negro
Algunos aseguran que la primera bici, la Draisiana o Laufmaschine (“máquina andante”), nació de una catástrofe natural. El 5 de abril de 1815 el volcán Tambora (en la isla de Sumbawa, Indonesia) despertó violentamente de su siesta geológica con una iracunda erupción, que duró varios días y cuyas consecuencias se esparcirían por toda la Tierra.
Desde Asia al resto del mundo y durante años la atmósfera se cubrió de toneladas de ceniza volcánica transportada por el viento, oscureciendo el cielo y velándolo con inmensas capas negruzcas que eclipsaron el sol.
El fenómeno, que redujo las temperaturas varios grados trayendo incluso nieve y lluvia negra, desembocó en el llamado “Año sin verano”, y no llegó solo sino acompañado por cosechas desastrosas, hambrunas ingentes y una elevada tasa de mortalidad en humanos y animales. Entre ellos, murieron muchos caballos, principal modo de transporte en la época. Sin ellos sólo quedaba moverse a pie y cargar lo que se podía a la espalda, pero no era suficiente.
La primera bici nació por una tragedia: algo parecido pasó en Valencia, cerrando un ciclo ante la adversidad en el que no hemos aprendido nada.
Así que, en medio de la oscuridad, el ingenio de un inventor y estudiante de matemáticas llamado Karl Drais empezó a dar vida a la bici. Una primera bici, la Draisiana, que nació como una respuesta parecida a la que, dos siglos más tarde, reapareció en Valencia, como cerrando de nuevo un ciclo ante la adversidad en el que no habíamos aprendido nada.
Hambre y urgencia de acción
En ese barro valenciano, primigenio y nuevo a la vez, resurgieron las bicis insuflando vida a barrios y pueblos. Llegaron la ayuda y los hombros sobre los que llorar. Bicis indestructibles, salvadoras, resucitables con dos manguerazos, un par de soplos de aire en las cámaras y un chorrito de aceite en la cadena.
Vehículos con los que avanzar y a los que volver. Bicis abandonadas y polvorientas en los garajes que volvieron como el hijo pródigo a las pestilentes calles, con la cabeza bien alta e insaciable hambre y urgencia de acción. Por las calles del horror se volvió a oír el paso de la cadena por los piñones y platos. El barro y el agua estancada del suelo se removieron, propulsados por los tacos de las ruedas a su paso por el lodazal.
Y los cajones de bicicletas de todo tipo se llenaron para repartir todo aquello que damos por sentado en nuestro día a día, pero que para esas víctimas se había convertido en oro puro. Yo miraba aquellas bicis, y muchas me recordaban mi segunda bici, aquella azul marino oscuro y rosa fucsia que me regalaron a los once años.
Una pesada y barata “bici de montaña” con la que subí las cuestas de mi barrio, una bici cualquiera que ahora mismo no costaría más de veinte euros en Wallapop. Una bici, esa bici, era justamente la que desearía haber tenido esos días. Era la que veía reflejada en otras bicis rescatadas y al rescate, que me pasaban cerca dejando un surco de esperanza en el camino hacia aquellas vidas rotas.
Como un mantra
Esas bicis tenían un valor incalculable ahora, alivio para una sociedad que se desvivía por ayudar, alcanzar, abastecerse y reencontrarse. Esas bicis se pinchaban, pero daba igual porque llegaban refuerzos y cámaras de todas partes que se montaban in situ o en improvisados talleres. Llegaban repuestos, materiales de todo tipo, para rearmar esos vehículos de la esperanza sin importar si el resultado parecía una criatura de Frankenstein.
Se pedaleó como un mantra. Primero para conectar y mentalizarte para la barbaridad que ibas a ver. Después para desconectar y procesar lo visto, escuchado y vivido en el camino de vuelta. Procesar que más de doscientas personas habían perdido la vida, muchas tratando de salvar su coche o atrapadas en una autovía.
Digerirlo en el pasillo de vehículos siniestrados, montañas de dantescos y deformados trozos de hierro que yacían recordándonos esa realidad que no funciona. Las bicis se diseminaron por L’Horta Sud, y su visión bien podría servir de llamada a la reflexión o de acto de rebeldía para reclamar, de una vez por todas, un paisaje urbano distinto, una circulación sana, una movilidad que conecte sin estresar, ni defraudar ni reñir.
Mil veces nos han repetido que las únicas supervivientes de la bomba atómica fueron las cucarachas. Yo recordaré a las bicis como las grandes supervivientes de esta tragedia. Ahora sólo cabe esperar que estas heroínas imbatibles tengan un lugar prioritario en unos planes de urbanismo que, si bien llegan tarde, se necesitarán más que nunca.