Existe una leyenda urbana que cuenta que un ciudadano estadounidense, al jubilarse tras toda una vida trabajando para una conocida casa de automóviles, recibió como regalo el último y más flamante modelo de la marca. Tras conducir con él durante toda una semana, descubrió que el indicador de la gasolina no parecía descender, por lo que, extrañado, lo llevó de vuelta a la fábrica pensando que quizá se trataba de un problema mecánico. Sus jefes se miraron entre ellos, como si hubieran sido sorprendidos con las manos en la masa, y se apresuraron a cambiarle el vehículo por otro exactamente igual. Pero no era el mismo coche: aquel consumía gasolina como cualquier otro.
Cabe pensar que la industria del automóvil no ha descubierto aún la manera de que los coches circulen sin gastar combustible, y que la historia de aquel coche milagroso es, efectivamente, sólo una leyenda urbana. Pero noticias como la que ha sorprendido hoy al mundo entero invitan a pensar que serían capaces de hacer algo así de perverso, y quizá cosas peores, por una mera cuestión de beneficio económico, sin importar el perjuicio que el uso abusivo del vehículo privado pueda causar al planeta.
Volkswagen ha reconocido que trucó 11 millones de vehículos para falsear los datos sobre sus emisiones de gases contaminantes. El sistema informático del vehículo era el encargado de engañar a los inspectores, ofreciendo datos que ocultaban que, en realidad, el coche emitía hasta 40 veces más cantidad de esos gases. Un escándalo de proporciones globales que, a buen seguro, causará un incalculable daño a la marca, cuyas acciones han empezado a caer en bolsa de forma estrepitosa. La canciller Angela Merkel ha exigido transparencia, y el presidente de la compañía, Michael Horn, ha resumido la situación con unas declaraciones más que elocuentes: “La hemos cagado del todo”.
Es cierto, Michael: la habéis cagado. Pero la realidad es que hace mucho tiempo que empezasteis a defecar sobre todos nosotros con la ayuda de otros actores perversos de la todopoderosa industria del automóvil. La empezasteis a cagar en el mismo momento en que convencisteis al mundo entero de que los coches debían invadir la práctica totalidad del espacio público, especialmente en el interior de las ciudades, por encima de todo y de todos. La cagasteis cuando empezasteis a convencer a la juventud, a golpe de talonario y un constante bombardeo publicitario, de que tener un coche e ir con él a todas partes -y cuanto más deprisa mejor- es absolutamente necesario para ser alguien en la vida. La cagasteis cuando, conchabados con buena parte de la clase política, conseguisteis que se diseñara cada nueva calle, avenida y barrio con el coche como rey absoluto e indiscutible. De hecho, lleváis años cagándola al presionar a las autoridades, especialmente de los países emergentes, para que vuestros beneficios millonarios primen siempre sobre la salud y el bienestar de todos los ciudadanos y la conservación del medio ambiente. Por eso este escándalo a algunos nos indigna, pero no nos sorprende. Porque es sólo una prueba más de que vuestra diarrea es explosiva. De las que causan estragos a largo plazo. Y de las que, desgraciadamente, nos salpican a todos y siguen oliendo a mierda durante mucho tiempo.