“Mis muy querid@s lectores de Ciclosfera, bicicleter@s tod@s:
Hace tiempo que quiero dirigirme a ustedes para exponerles algunos temas que me preocupan. Hemos creado ciudades enormes, magníficas y espectaculares. Obras intemporales de arquitectura infinita que, desde hace algún tiempo, vienen siendo tomadas por una manga de orgásmicos y revolucionarios ciudadanos que, a base de frotarse con el sillín de su bicicleta, han logrado, al ritmo de su vago pedaleo, tener los genitales pulidos más allá del doble cero.
Bien por ellos, y bien por sus genitales. Apenas un problema: dicho proceso ha sido construido sobre las costillas de los muchos impuestos que, desde hace décadas, pagan los propietarios de vehículos a motor. Dicho de otro modo: ustedes, ciclistas urbanos de pro, se deleitan en sus desplazamientos sobre una casi infinita cinta de asfalto negro, la calzada, que en principio pertenece a otros.
¿Por qué? Bien sencillo: porque ustedes no pagan nada. Ni lo hicieron nunca. Ni un mísero impuesto de circulación, ni de matriculación, ni de carburantes. No aportan, ni han aportado, un euro a esa ingente red de vías de las que ahora se creen propietarios. Es de locos… ¿Esperan que los elefantes (en otras palabras, vehículos pesados a motor, entre ellos varios de mi propiedad) les regalen a despreocupados ratones (en otras palabras, bicicletas), el camino, vereda o senda que hemos pagado?
¡Pero si ni siquiera dichos ratones circulan con seguro o una placa que los identifique! Un ejemplo: si en un indeseable restregón, consecuencia de la jungla que casi siempre es el tráfico, un ratón le arranca el colmillo a un elefante, nadie responderá por los daños producidos. Nadie salvo, como mucho, un bronceado y sonriente ciclista que se encogerá de hombros, para después perderse, en el acto, por las venas del atasco.
A silbar
Y es que, a pesar de toda la oferta de ocio que este siglo nos ofrece, crecen los iluminados que, para máximo gozo y deleite, han decidido encaramarse a una bicicleta en la ciudad. Como los niños de Verano Azul, toda una horda de Titos, Pirañas y Desis salen a las calles del mundo, no limitándose a pasear silbando por las calles de Nerja, Málaga, para ir a merendar con Chanquete, sino delante de nuestros coches, a la menor velocidad posible, en el carril central y haciendo eses con el firme propósito de molestar.
Si el problema es grave en la calle, la batalla es aún más hostil en muchos hogares. ¿Quién no tiene en su propia casa, o en la familia, o en el trabajo, a algún ciclista urbano impenitente, obstinado en que te gastes el dinero de la paga extra en una aberración de metal, timbre y pedales? ¿No es cierto que, además, asegurarán estar haciéndolo por tu propio bien, por el de tus descendientes y por el de alguna que otra lejana especie en vías de extinción?
“El clan de los ciclistas urbanos está en marcha, con su lema de prohibir todo”
Un clan. Eso mismo, sí: el clan de los ciclistas urbanos. El IV Reich de la Bicicleta (sólo de pensarlo tiemblo) está en marcha, y no tienen pensado pararse hasta desfilar, como Hitler, por debajo del Arco del Triunfo en París. Es fácil reconocer a sus miembros: bastará cruzarte con ellos, siendo tú peatón o automovilista, y notarás como alguien te mira mal por el simple hecho de no acatar sus designios. ¿Lo peor de todo? Su lema, su filosofía, su máxima: ‘Prohibamos todo”. Los coches diesel. Las furgonetas de reparto. Las ruidosas motocicletas. Y, si es preciso, la nave de Buzz Lightyear. Asumida su posesión dictatorial de la vía, no dudan en gritar, exaltados, hasta qué tipo de vehículos son dignos de entrar en esa indeterminada, informe y valiosa zona de la ciudad que ellos denominan “el centro”.
Olores mañaneros
Te darán mil argumentos. Que la bici es un transporte limpio. Que la bicicleta es barata. Que es buena para la salud. E, incluso, ¡algunos asegurarán sin reparos que es buena para ir al trabajo! Sí, esos que se hacen llamar ciclistas urbanos (contra los ciclistas de campo, créanme, no tengo nada) llegarán a su oficina tras 15 ó 20 kilómetros pedaleando, casi siempre cuesta arriba (España, para bien o para mal, no es Holanda) y con ese olor tan característico y rancio, maridaje de ingle y sobaco, perfecta sinfonía nasal. ¡Un delicioso buqué para empezar el día en el pasillo de la fotocopiadora! Podrás cruzártelos, incluso, con traje… Repugnante, desde luego, pero casi mejor que asistir, en caso contrario, a su llamativo despliegue de colores y materiales horteras, difícilmente admisibles hasta en el dress code de los trabajadores de un circo.
Porque sí, ciclistas urbanos: casi siempre oléis fatal. La lycra es horrible. Y hay algo que todavía me molesta más: cuando vais de desprendidos. Cuando sois ese individuo al que no puedes llevar la contraria, al que no puedes confesar que jamás te moverás en bici, porque emprenderá una cruzada hasta ver cómo, al menos durante unos segundos, “lo intentas”. Emocionado, te obligará a contemplar su esquelética y inanimada montura como quien te ofrece una enorme BMW o una jaca cartujana para que te des “una vuelta”. ¿Pretendes que mis finísimos pantalones se posen sobre tu radioactivo sillín? ¿Que mis delicadas manos se agarren a tus carcomidos y mugrientos puños? Mejor ofréceme tu palillo de dientes usado, que al menos no me traerá lesiones de escroto, vagina o próstata.
Un mundo mejor
No quiero extenderme más. Asumido ya por todos (espero) que la mayoría de ciclistas urbanos son gente ilustrada, cultureta y progre, fingiremos comprenderles cuando insistan en que el mundo es un lugar más agradable detrás de un manillar oxidado, en vez de a los mandos de un Aston Martin. ¿Último apunte de esta desesperada carta? Las bicicletas eléctricas. O los mal llamados carriles 30 (¿alguna vez alguien ha visto circular por ellos a un ciclista a 30km/h?). O la aterradora y paulatina invasión de calzadas, para pavor de ancianos, niños y gente con anomalías.
Me late que debe de ser para ustedes muy placentero alcanzar el orgasmo cruzando en bicicleta, en un tiempo récord y con una mínima huella de carbono, Madrid, Barcelona o Burgos. Pero deberían ustedes entenderlo: cualquier parque, montaña, playa o desierto del mundo es un lugar mucho más propicio que mi ciudad para que den ustedes rienda suelta a su temeridad. No tengo prisa y me sobran argumentos: el ciclismo urbano es irracional. Descontrolado. Invasivo. Y, para colmo, opuesto a las libertades ajenas. Yo lo prohibiría. ¿Y ustedes?”