El Tour de Turquía no empezó a celebrarse hasta 1965. Tampoco fue una carrera profesional hasta 2001, y fue en 2012 cuando, por primera vez, la prueba se adentró por las montañas del país. Lo que es seguro es que el evento va a más: la edición de este año, celebrada en mayo, contó con la participación de 167 ciclistas internacionales, repartidos en veinticinco equipos.
Fue una edición especial por el mimo con el que fue organizada. Cuestionado internacionalmente por su presunto autoritarismo, y con problemas internos por la pandemia, el gobierno de Recep Tayyip Erdoğan apostó por un evento ambicioso, planificado y con una excelsa atención a la prensa: la presencia de miles de espectadores y banderas turcas transmitían cohesión, unidad y pujanza.
La edición de este año fue muy especial: se organizó un evento ambicioso y poblado de miles de espectadores y banderas turcas que transmitían cohesión, unidad y pujanza.
Patrick Bevin, neozelandés del equipo Israel Premier Tech, fue el ganador. La octava y última etapa, de 141,1 km con salida y meta en Estambul, se suspendió por el mal tiempo. El incidente dejó un regusto amargo: había mucha expectativa en la preciosa ciudad otomana, vestida de fiesta para la ocasión. No hay drama: habrá revancha el año que viene.
Diario de Viaje, I
Viajo de Madrid a Estambul. La atención de Turkish Airlines es menos pretenciosa y más eficaz que la de la gran mayoría de las aerolíneas. La comida no parece el penoso menú de hospital aéreo al que estamos acostumbrados. Una vez en la ciudad, espero a que venga a recogerme el guía local que me acompañará en todo el recorrido por Turquía pero tarda un poco, y me inquieto porque no tengo señal en el móvil (un agobiante drama burgués contemporáneo) y tampoco una idea certera de cómo moverme o qué hacer si no aparece. Intento volver a entrar al aeropuerto, buscando cobertura de forma desesperada, y un guardia de seguridad reacciona como si yo no fuera un turista perdido sino más bien un terrorista. Testigo de esa reacción desmedida, acompañada por una larga e incomprensible reprimenda en turco, un joven local y poliglota me ayuda. Le dejo el móvil, localizamos a mi guía y, diez minutos después, él y yo nos dirigimos rumbo a Izmir. Es ahí donde dicen podré encontrar los mejores higos secos, una de mis debilidades.
Con nosotros va Vidar, de Sykkelsport, una revista independiente noruega con cierto parecido espiritual a Ciclosfera. Vidar es maduro y amable, periodista y fotógrafo. Llegamos a Izmir a la medianoche, apuramos una cena liviana porque madrugaremos al otro día (como todos) y el hotel es limpio y confortable. Al llegar a mi habitación, me quedo dormido viendo en la televisión local un concurso de amateurs que sueñan con convertirse en estrellas de la música. Cantan bien, y me reconforta comprobar que, aunque vivamos en sitios muy distintos, somos mucho más parecidos de lo que a veces creemos.
Diario de Viaje, II
Los tres días siguientes vivimos atados a una misma rutina: levantarnos y desayunar muy temprano, montarnos de inmediato con Vidar y Stefan (un fotógrafo alemán que podría haber triunfado en la lucha grecorromana) en un coche de la organización y seguir, durante horas, a ciclistas. A media tarde, aterrizaje en un hotel para una pausa muy breve antes de cenar: cepillarse los dientes, dejar la mochila y no mucho más. Todos los restaurantes son muy buenos, repletos de platos locales como lüfer (pescado azul), meze (aperitivos fríos), lahmacun (parecido a la pizza), dolma (hojas de parra rellenas de arroz) o menemen (huevos revueltos). El intenso café turco hecho en cezve o ibrik (jarra de cobre o latón con asa) es ya un ritual grupal. Al guía siempre se le enfrían los platos porque tiene la amabilidad de explicarnos al detalle cada paso del menú.
Compartimos una copa en el bar del hotel antes de dormir. La delegación también incluye a dos periodistas franceses, que no hablan un inglés fluido pero concentran su poco vocabulario en hacer chistes, y dos jóvenes, corpulentos y turcos, que trabajan como asistentes del estresado (pero cortés) guía. Con todos recorrí, cuatro días, Turquía Oriental: Manisa, Ayvalik, Edremit, Gelibolu, Tekirdag y, finalmente, Estambul. Es allí don- de, tras charlar con mi compatriota Eduardo Sepúlveda, el argentino que hasta el último día lideró la clasificación general (finalmente fue tercero), termino cenando en la terraza de un restaurante desde donde veo viñedos y Estambul. Fascinados, pensamos en salir, pero venimos de un infierno: Tekirdag, donde dormimos ayer, está llena de perros callejeros que deambulan y ladran sin ton ni son. El resultado de ese espectáculo, canino y nocturno, fue el insomnio colectivo de la ojerosa prensa internacional.
Diario de Viaje, III
El hotel de Estambul está muy bien. Tiene un bar muy colorido, donde el sábado por la noche hacemos el último brindis de este simpático viaje grupal. La noche y el alcohol eliminan las diferencias culturales; el desayuno, en cambio, las acentúa. Maravillado por la calidad y variedad de las mermeladas turcas, yo tomo café negro con tostadas, mantequilla y un dulce de albaricoque tan delicioso como difícil de servir por su espesor. El resto toma también café, pero acompañado por una cantidad de comida inconcebible para mí a esa hora: huevos revueltos, panceta, salchichas, muchas variedades de quesos, tomates, pepinos e incluso sopas.
Pese a eso, pocas horas después nos sentamos de nuevo a comer en el restaurante Lale, también conocido como The Pudding Shop, después de visitar lugares tan únicos como imprescindibles: la Mezquita Azul y la basílica ortodoxa de Santa Sofía. Tras esas dos impactantes visitas, sólo puedo decir que The Pudding Shop está al nivel: comer allí un kebab es glorioso, y en la década de los sesenta el restaurante era un lugar de reunión habitual de los hippies y beatniks que andaban por Estambul. Algo más: el local también aparece en El expreso de medianoche, película de Alan Parker con guión de Oliver Stone. Como fetichista confeso, he de reconocer que ese almuerzo fue uno de los mejores momentos del viaje, y el paso previo a otra visita de rigor, al Gran Bazar. Allí compramos todo tipo de tés, los dos franceses regatearon sin descanso hasta llenar la maleta con ropa (de imitación) de las mejores marcas y yo conseguí una mermelada de albaricoque que, deseo con todo mi corazón, que no se termine jamás: se llama Pol’s Gurme y, creo, en España no se consigue. Tendré que volver pronto a Turquía.