1910 fue un año convulso para Vladimir Ilich Uliánov, Lenin. Tras la fallida revolución de 1905, su partido sufría una cruenta persecución oficial que, unida a la indiferencia de buena parte de la clase obrera rusa hacia un proceso revolucionario que él consideraba tan urgente como imparable, conducía inexorablemente al desánimo de muchos de sus camaradas.
Dos años antes, en diciembre de 1908, Lenin había trasladado su residencia de Ginebra a París, escenario de agrias disputas entre las distintas facciones del partido. Unas diferencias que terminarían con la ruptura entre las filas bolcheviques: aún quedaba lejos el día en que llevaría a cabo el viaje que llevaría de vuelta a Moscú, donde lideraría la revolución de la que, hace unos meses, se cumplieron 100 años.
Momentos de abstracción
En medio de aquel clima de agitación prerrevolucionaria, intercambio de ideas entre compañeros que de pronto se volvían enemigos y con el fantasma de la I Guerra Mundial planeando por Europa, Lenin también tuvo la oportunidad de vivir momentos de abstracción junto a su esposa, Nadezhda Krúpskaya. Hacían frecuentes excursiones al campo, gustaban de pasear por la preciosa París y, cómo no, disfrutaban de las bondades de la bicicleta. Fue, de hecho, en una de ellas donde Lenin encontró la manera perfecta de distraerse de todo lo que sucedía en el mundo y en su propia cabeza.
“Pude identificar al propietario del vehículo: es un vizconde, mal rayo lo parta”, escribió Lenin
“Regresaba en bicicleta de Juvisy y, de pronto, un automóvil se llevó mi bicicleta por delante”. Así narraría Lenin, años después, el grave accidente sufrido en uno de esos trayectos habituales por las calles parisinas. Un suceso que, por suerte (o, para más de uno, desgraciadamente), se saldó sin consecuencias fatales. “La gente me ayudó a apuntar el número de la matrícula y algunas personas aceptaron ser testigos del accidente”, añadiría el líder comunista, que además pudo “identificar al propietario del vehículo (es un vizconde, mal rayo lo parta) y ahora he abierto un proceso contra él… Espero ganar”.
Así fue: Lenin ganó el juicio contra aquel acaudalado vizconde, y recibió una cuantiosa suma de dinero en concepto de indemnización. Con ella pudo comprar una nueva bicicleta con la que seguir dando sus paseos por la capital francesa: si aquel incidente le sirvió como acicate o inspiración para todo lo que sucedería años después es algo que nunca sabremos.
¿Un invento ruso?
En la céntrica calle Vaynera, en la ciudad rusa de Ekaterimburgo, una estatua rinde homenaje al que, según la enciclopedia y el imaginario locales, es el auténtico inventor de la bicicleta: el campesino Efim Artamonov. En 1801, 16 años antes de que el barón alemán Karl Von Drais creara la llamada máquina andante, la Draisiana, Artamonov dio forma a un vehículo muy similar que no pasaría a la historia, sino que quedaría condenada al olvido. No para todos: según los rusos, Artamonov recorrió 2.630 kilómetros para mostrarle aquel prodigioso artilugio al zar, quien al parecer no sólo reconoció el invento sino que concedió la libertad al siervo. Como prueba del ingenio y la capacidad creativa del pueblo comunista la leyenda fue engrandecida por la Unión Soviética aunque, no obstante, otros documentos datan aquel episodio unos cuantos años después, en 1876, cuando la Draisiana ya rodaba por las calles de varios países europeos.